Ayer, 26 de octubre de 2012, se celebró la XXXII edición de los Premios Príncipe de Asturias, y quisiera destacar que el de la categoría de "Artes" se le otorgó al arquitecto español Rafael Moneo, reconociendo la labor que ha desarrollado durante casi 50 años. Entre sus obras más célebres se encuentran edificios como el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (1985), L’Auditori de Barcelona (1989), el Kursaal de San Sebastián (1999) o la ampliación del Museo Nacional del Prado (2007).
A continuación ofrezco el discurso completo de su intervención, en el que además de agradecer la concesión de tan importante galardón, tuvo palabras para alabar la arquitectura y el papel del arquitecto, tanto en la actualidad como en sus inicios.
Majestad, Altezas, excelentísimas e ilustrísimas autoridades, queridos premiados, señoras y señores:
¿Cómo decirles lo honrado y lo sorprendido que me sentí al conocer que se me había concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes? Honrado como arquitecto, al ver que una vez más se reconocía cuánto nuestro trabajo no es ajeno a aquel que hacen pintores, escultores, músicos, cineastas, fotógrafos y tantos otros que contribuyen a configurar el mundo en que vivimos. Sorprendido, al ver que quienes componían el jurado valoraban la obra de un arquitecto que ha dedicado su vida profesional a la construcción de muy diversos edificios y también a la enseñanza de la arquitectura, a compartir con los estudiantes el interés por ella. Y mi gratitud hacia el jurado se desbordó al leer que entendían que mi obra enriquecía los espacios urbanos con una arquitectura serena y pulcra ¡Cuánto desearía que así fuese!
Hubo un tiempo en el que construir no implicaba la presencia del arquitecto. El oficio del arquitecto no había hecho su aparición todavía. Construir era una actividad más entre las muchas que reclamaba la supervivencia. Pero la forzosa especialización que acompañó a la evolución de la especie humana pronto dio paso a quehaceres concretos ligados a la construcción que culminaron con la aparición del arquitecto. Y puede que sea la memoria de aquel remotísimo pasado la que esté detrás del instinto constructor que hoy alienta todavía en nosotros. La expresión popular todos llevamos dentro un arquitecto, vendría a confirmar lo dicho. Junto a esta innata atracción por la construcción hay, en el uso que hoy hacemos del término, un entendimiento de lo que es la profesión que se fraguó en el Renacimiento. El arquitecto como quien, dominando el dibujo, lo que los italianos entonces llamaban disegno, era capaz de dar forma a lo construido. El término italiano se trasladó más tarde al design sajón y al castellano diseño, asumiendo que, quien lo practica, domina tanto el conocimiento de las técnicas como la capacidad de dar expresión al pálpito estético de un determinado momento. Hoy el arquitecto como técnico parece haber perdido terreno y la componente artística que siempre ha acompañado a nuestro oficio prevalece frente a la tecnológica. El arquitecto, como responsable tan sólo de la imagen, de la apariencia con la que los edificios se nos presentan. En tal situación nos encontramos.
Quisiera que los arquitectos y al decir arquitectos pienso en los que vienen sin olvidar cuánto en lo que construyen depositan los mortales su idea de lo que el mundo es, mantuviesen, al cumplir con su misión, viva todavía aquella necesaria racionalidad que implica la supervivencia. Que el arquitecto continuase involucrado en la construcción, conociendo y entendiendo de aquellos aspectos formales y estructurales que determinan lo que los edificios son. Que los arquitectos hiciesen de la fábrica de la ciudad la razón de ser de su profesión. Una ciudad que hace que nuestro trabajo vaya más allá de lo estrictamente personal, ya que en él se produce inevitablemente la intersección entre lo público y lo privado.
Cuando hoy me encuentro recibiendo el Premio Príncipe de Asturias en mi condición de arquitecto, debo decir cuán profundamente agradecido estoy a mi profesión. Que me ha hecho vivir indagando continuamente cuáles son las razones que explican la forma de todo aquello que nos rodea. La forma del paisaje, de los campos cultivados, de los puentes que nos ayudan a cruzar los ríos, de los artefactos mecánicos de que nos servimos, de los objetos de uso cotidiano, de los trajes con los que nos cubrimos, de las obras de arte que nos dicen quiénes somos y, naturalmente de los edificios y elementos con los que se construyen las ciudades. Ver el mundo con los ojos del arquitecto es algo que, llegado a estas alturas de mi vida, celebro muy de veras, ya que me ha hecho mirar a las cosas con curiosa atención y contemplar el pasado como algo no muy diverso del presente.
Y éste mi agradecimiento debería extenderlo a quienes han estado a mi lado. A mi familia, a mi madre, que de haber vivido unos años más se hubiera sentido tan contenta hoy, y a mi padre, que me empujó a iniciarme en la arquitectura; a mi mujer, Belén Feduchi, y a mis hijas, Belén, Teresa y Clara, que han estado siempre a mi lado y sin cuya generosa ayuda no hubiese podido llevar a cabo mi trabajo. A los muchos estudiantes y colegas con quienes he compartido el amor por la arquitectura; a quienes han colaborado conmigo en el estudio. Esta distinción es también sin duda alguna para ellos. Por último, quisiera manifestar mi profunda gratitud al jurado, que en momentos tan duros para quienes trabajan en esta profesión en España, han querido abrir, con esta distinción a mi persona, una ventana a la esperanza.
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